
El entrañable amigo Ernesto Sábato - La resistencia
 

El entrañable amigo Ernesto Sábato - La resistencia
El entrañable amigo Ernesto Sábato - La resistencia
Son
 muy pocas las horas libres que nos deja el trabajo. Apenas un rápido 
desayuno que solemos tomar pensando ya en los problemas de la oficina, 
porque de tal modo nos vivimos como productores que nos estamos 
volviendo incapaces de detenernos ante una taza de café en las mañanas, o
 de unos mates compartidos. Y la vuelta a la casa, la hora de reunirnos 
con los amigos o la familia, o de estar en silencio como la naturaleza a
 esa misteriosa hora del atardecer que recuerda los cuadros de Millet, 
¡tantas veces se nos pierde mirando televisión! Concentrados en algún 
canal, o haciendo zapping, parece que logramos una belleza o un placer 
que ya no descubrimos compartiendo un guiso o un vaso de vino o una sopa
 de caldo humeante que nos vincule a un amigo en una noche cualquiera.
Ahora
 la humanidad carece de ocios, en buena parte porque nos hemos 
acostumbrado a medir el tiempo de modo utilitario, en términos de 
producción. Antes los hombres trabajaban a un nivel más humano, 
frecuentemente en oficios y artesanías, y mientras lo hacían conversaban
 entre ellos. Eran más libres que el hombre de hoy que es incapaz de 
resistirse a la televisión. Ellos podían descansar en las siestas, o 
jugar a la taba con los amigos. De entonces recuerdo esa frase tan 
cotidiana en aquellas épocas: “Venga, amigo, vamos a jugar un rato a los
 naipes, para matar el tiempo, no más”, algo tan inconcebible para 
nosotros. Momentos en que la gente se reunía a tomar mate, mientras 
contemplaba el atardecer, sentados en los bancos que las casas solían 
tener al frente, por el lado de las galerías. Y cuando el sol se hundía 
en el horizonte, mientras los pájaros terminaban de acomodarse en sus 
nidos, la tierra hacía un largo silencio y los hombres, ensimismados, 
parecían preguntarse sobre el sentido de la vida y de la muerte.
Todo
 niño es un artista que canta, baila, pinta, cuenta historias y 
construye castillos. Los grandes artistas son personas extrañas que han 
logrado preservar en el fondo de su alma esa candidez sagrada de la 
niñez.
El arte es un don que repara el alma de los fracasos y sinsabores. Nos alienta a cumplir la utopía a la que fuimos destinados.
Creo
 que hay que resistir: éste ha sido mi lema. Pero hoy, cuántas veces me 
he preguntado cómo encarnar esta palabra. Antes, cuando la vida era 
menos dura, yo hubiera entendido por resistir un acto heroico, como 
negarse a seguir embarcado en este tren que nos impulsa a la locura y al
 infortunio. ¿Se le puede pedir a la gente del vértigo que se rebele? 
¿Puede pedirse a los hombres y a las mujeres de mi país que se nieguen a
 pertenecer a este capitalismo salvaje si ellos mantienen a sus hijos, a
 sus padres? Si ellos cargan con esa responsabilidad, ¿cómo habrían de 
abandonar esa vida?
En esta tarea lo primordial es negarse a 
asfixiar cuanto de vida podamos alumbrar. Defender, como lo han hecho 
heroicamente los pueblos ocupados, la tradición que nos dice cuánto de 
sagrado tiene el hombre. No permitir que se nos desperdicie la gracia de
 los pequeños momentos de libertad que podemos gozar: una mesa 
compartida con gente que queremos, unas criaturas a las que demos 
amparo, una caminata entre los árboles, la gratitud de un abrazo. Un 
acto de arrojo como saltar de una casa en llamas. Estos no son hechos 
racionales, pero no es importante que lo sean, nos salvaremos por los 
afectos. 
 



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